Botijo
El botijo no era tonto. Él veía todo lo que pasaba. Desde su privilegiada posición en el pasillo central de palacio, él veía que Blancanieves y su esposo no estaban para nada enamorados —entre que una se divertía demasiado y el otro estaba liadísimo con su sirviente...—, él veía que las sirvientas murmuraban y cotilleaban sobre sus patrones y sus conductas, al igual que veía los líos entre ellas, porque todo siempre ocurría en su pasillo. Estaba seguro de que si un tornado pasaba por el reino, pasaría también por su pasillo.
¡Y estaba harto! ¿Por qué demonios tenía que escuchar él las relaciones de los humanos? Daban ganas de echarles un maleficio o algo. ¡Eran tan pesados!
El botijo no podía suspirar, pero de haber podido lo hubiese hecho. En ese palacio nadie tenía consideración por los objetos encantados.
Este microrrelato está conectado al relato de junio de Esther Evans y contiene el reto número 1 con el objeto número 17: un tornado.
miércoles, 31 de julio de 2019
domingo, 30 de junio de 2019
#Origireto2019: Julio #1
Infiel
Estaba seguro de que le era infiel. Seguro no, segurísimo.
Sin embargo, no lo quería creer. Carl estaba perdidamente enamorado de Dylan, se conocían desde la infancia y habían pasado toda su adolescencia juntos. Ahora, a pocos meses de la fecha de su boda, el que Dylan le hubiese sido infiel se le antojaba como una puñalada en el pecho.
Si bien no eran la pareja perfecta —Dylan siempre conseguía burlarse de él y luego hacer que le perdonara—, se querían. Habían pasado por mucho hasta llegar hasta ahí, empezando por declararse el uno al otro sin confundir sus sentimientos por una «gran amistad» como sus padres decían. Se habían enfrentado a sus padres, a sus «amigos», a todo el mundo y habían seguido juntos.
Y a pesar de todo... ¿Dylan había sido capaz de engañarlo?
Carl tomó una fotografía de ambos juntos. No era posible. Quizá solo estaba siendo paranoico, muy imaginativo, como Dylan le decía. Sí, vale, se quedaba mucho más tiempo de lo usual en el trabajo pero ¿y qué? El propio Carl se pasaba horas trabajando con el diseño de un logo y el tiempo se le desvanecía. Y Dylan siempre le iba a ver a su trabajo con un café con leche y un beso preparado para él...
No, no era tiempo de recordar cosas bonitas. Tenía que centrarse. Si bien no había tenido el tiempo de ir a su oficina para saber si era verdad, ¿tanto tiempo le llevaba codificar unos programas? O lo que fuera que hace, porque Carl nunca entendía de qué iba su profesión de informático.
Pero si tan solo fuese eso lo entendería. El problema era que había más. Kayl, el mejor amigo de Dylan, le había dicho que había un nuevo chico en la oficina que no dejaba de intentar acercarse a su prometido. Y aunque lo había dicho de broma con un «a ver si te quitan el novio», lo cierto era que en esos momentos todo se le antojaba como pruebas irrefutables.
Y Dylan, que nunca había sido receloso con su intimidad —de hecho, Carl siempre era quien debía recordarle su número PIN—, había cambiado de contraseña. Si bien a Carl no le había molestado en su momento, sí le extrañó. También se había dado cuenta de que apagaba el móvil cada vez que se acercaba, y que evitaba responder cuando Carl le preguntaba qué hacía.
La confianza de Carl siempre había sido ciega, y por tanto nunca le daba más vueltas. Nunca se habían tenido secretos, y no veía razones para empezar a tenerlos. Pero esas pequeñas cosas se le juntaban inconscientemente hasta que al final una última pieza estalló.
Ese día, Dylan no había ido a dormir a su casa.
Y Dylan podía ser muchas cosas, pero siempre llegaba a casa. Aunque fuera a las cuatro de la mañana hasta arriba de alcohol, siempre estaba cuando Carl se despertaba. Y le regañaba, por supuesto, pero le ayudaba a pasar la resaca. Nunca había faltado a dormir, y que lo hiciera por primera vez en ocho años que llevaban viviendo juntos había hecho saltar todas sus alarmas.
Eran las once y cuarenta y cuatro de la mañana del domingo y aún no aparecía. Carl le había llamado cuarenta mil veces, pero tenía el teléfono apagado y tan solo le llegaban los sms de que seguía sin estar disponible. Dylan le había dicho que tenía una reunión con sus compañeros de trabajo por la jubilación de uno, y Carl, que tenía que entregar un logotipo el lunes, había rechazado su invitación a unirse.
Ahora, se arrepentía. De haber ido, quizá en ese momento estuviese feliz con él a su lado. Muriéndose por la resaca y tener que trabajar, pero feliz.
Y lo peor era que, cuando había llamado preocupado a Kayl, este le había dicho que Dylan se había ido temprano con la excusa de que estaba cansado y el chico nuevo de la oficina se había ofrecido a llevarle porque Kayl —quien le había llevado en su coche— se iba a quedar más.
—A lo mejor le ha pasado algo —dijo con preocupación Kayl.
—No responde el teléfono, pero si sabes algo...
—Voy a ver si consigo el teléfono de este chico y te llamo, ¿vale? Y no te preocupes, aparecerá.
—Gracias, Kayl.
Sin embargo, media hora después le dijo que había ido a casa del chico en cuestión y que su coche estaba ahí, pero él no respondía el teléfono ni estaba en casa. Una vez aliviada la preocupación de que hubiese tenido un accidente, a Carl le entró el dolor de saber la única razón por la cual Dylan no había regresado a casa.
Estaba más que claro, para su desgracia. Miró el anillo de compromiso que brillaba en su mano derecha y lo arrojó contra el piso, soltando la fotografía en el proceso y rompiéndose en mil pedazos. Justo como sus sueños.
Las lágrimas empezaron a caer de sus ojos, no sabía si por rabia o por tristeza, o una mezcla de las dos cosas. Tan solo se podían escuchar sus sollozos en medio del silencio de su apartamento, y no supo cuánto tiempo pasó así hasta que escuchó la puerta abrirse.
El corazón se le detuvo por un instante al saber que era él. Era Dylan. Eran sus llaves, sus pasos, era él.
—¿Carl? ¿Estás aquí? ¿Carl?
Cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se clavaron en sus palmas. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo? Estar tan tranquilo, después de... No quería ni pensarlo.
En cuanto Dylan llegó al salón, encontró el desastre que había hecho y se sorprendió. Todavía tenía el descaro de sorprenderse.
—¿Qué ha pasado, Carl? ¿Qué es todo esto?
Dejó una caja que llevaba entre manos sobre la mesa, y le miró sin comprender lo que sucedía. Eso fue suficiente para Carl.
—¿¡Cómo te atreves?! —Carl le cogió el cuello de la camisa, sin querer saber dónde se había ensuciado tanto de tierra—. ¡Te odio, idiota!
—Eh, eh, siento llegar tan tarde pero...
—¡Pero nada! ¡Coge tus cosas y te largas! ¿Me oyes? ¡Te vas!
—¡Espera, Carl, escucha...!
Pero Carl no quería escuchar. Empezó a zarandearle y acabó tirándole al piso con él encima. Las lágrimas seguían cayendo, y la expresión desconcertada de Dylan no le ayudaba.
—Escucha, tranquilízate y déjame explicarte...
—¡Que no te quiero es...!
De repente, Dylan hizo que perdiera el equilibrio golpeándole un brazo y le besó. Carl se resistió, pero su prometido aprovechó para cambiar posiciones y arrinconarle entre él y el suelo.
—Ahora me vas a escuchar o aquí nos quedamos todo el día.
—Nada de lo que me digas va a hacer que te perdone, maldito infiel miserable.
—¿De qué estás hablando?
—Ya sé que te líaste ayer con el chico este de tu oficina, no hace falta que intentes inventarte excusas.
—¿Qué? ¿Quién te ha dicho eso?
—Lo sé y punto.
—Pues no, no lo sabes, porque si supieras lo que pasó estarías besándome y no queriendo echarme de casa.
De repente, un maullido sonó, y Carl miró a todos lados. Encontró en la mesa una pequeña gata de color blanco perla, y se extrañó. Ellos no tenían gatos.
—Esa es mi razón por la cual no he vuelto hasta ahora. Si quieres llamarme infiel por ella, adelante. Pero te recuerdo que no soy hetero.
—¿Te crees que me voy a tragar que has pasado toda la noche fuera por una gata? No he nacido ayer, Dylan.
—Si me escucharas, te enterarías —suspiró—. Verás, ayer quería volver pronto para darte una sorpresa y porque me aburría como una ostra ahí, y Gary, el chico nuevo, se ofreció a llevarme porque esa cabaña estaba a tomar por saco...
—Hasta ahí he llegado, pasa ahora a la parte donde no llegas a casa en toda la noche.
—Que sí, escucha. Mientras estábamos en el coche, yo le estaba explicando una cosa de programación y... Bueno, digamos que me malinterpretó y se lanzó hacia mí —Carl arqueó una ceja—. ¡Pero te juro que no hice nada! De hecho, le rechacé y pues... se enfadó un poco bastante. Intenté explicarle que estoy prometido, aunque eso ya lo sabía, pero no le importó y me dejó en la vía perdida de la mano de Dios a las once de la noche.
—¿Te sacó de su coche porque no quisiste estar con él? Ya, claro.
—¡Es la verdad! ¿Tú has visto cómo voy? Estoy perdido de tierra. Encendí la linterna del móvil y pensé en llamarte lo primero, pero en ese sitio no había cobertura. ¡No había nada! Así que empecé a caminar por donde se había ido el coche a ver si encontraba otro.
—¿Y me estás diciendo que en toda la noche no pasó un solo coche? Venga.
—Pasaron, otra cosa era que no acelerasen al verme. Esa cosa estaba muy oscura, hasta yo hubiera pensado que era un fantasma. Cuando llevaba mucho caminando, vi un coche parado y me acerqué pensando que me había visto y quería ayudarme, pero resulta que era para abandonar a esa gata.
—Y la recogiste.
—Exacto. Pero el móvil se quedó sin batería así que no pude seguir caminando y entonces cogí a la gata y me quedé dormido debajo de un árbol. Cuando me desperté era por la mañana y justo uno de mis compañeros regresaba de esa cabaña, así que me trajo. Cuando me recogió eran ya las diez y media.
—Entiendo...
—Por favor, tienes que creerme. Lo he pasado fatal, tienes que decirme que me crees.
Carl miró los ojos de Dylan, y suspiró. Sabía que su novio no le mentía mientras le miraba así, y además de haber mentido se podría haber inventado algo más creíble que semejante aventura. Por ejemplo, que se había quedado dormido ahí y el móvil no tenía batería. Aunque le hubiese descubierto porque él ya había llamado a Kayl, igualmente era más realista.
—Te creo —sonrió, quitándole una mancha de tierra de la mejilla —Dylan le abrazó—. Pero la próxima vez, no te perdonaré que me preocupes así. Y menos que pases la noche con una gata tan mona, infiel.
Dylan rio y la gata maulló, como si lo hubiese entendido.
Entonces Carl sonrió.
Tenía el mejor novio de todos.
Holaa. Llego con el relato de julio sobre la campana. Es el reto 14 con los objetos 13 (sms) y 12 (mascota).
A ver si logro el resto~
Estaba seguro de que le era infiel. Seguro no, segurísimo.
Sin embargo, no lo quería creer. Carl estaba perdidamente enamorado de Dylan, se conocían desde la infancia y habían pasado toda su adolescencia juntos. Ahora, a pocos meses de la fecha de su boda, el que Dylan le hubiese sido infiel se le antojaba como una puñalada en el pecho.
Si bien no eran la pareja perfecta —Dylan siempre conseguía burlarse de él y luego hacer que le perdonara—, se querían. Habían pasado por mucho hasta llegar hasta ahí, empezando por declararse el uno al otro sin confundir sus sentimientos por una «gran amistad» como sus padres decían. Se habían enfrentado a sus padres, a sus «amigos», a todo el mundo y habían seguido juntos.
Y a pesar de todo... ¿Dylan había sido capaz de engañarlo?
Carl tomó una fotografía de ambos juntos. No era posible. Quizá solo estaba siendo paranoico, muy imaginativo, como Dylan le decía. Sí, vale, se quedaba mucho más tiempo de lo usual en el trabajo pero ¿y qué? El propio Carl se pasaba horas trabajando con el diseño de un logo y el tiempo se le desvanecía. Y Dylan siempre le iba a ver a su trabajo con un café con leche y un beso preparado para él...
No, no era tiempo de recordar cosas bonitas. Tenía que centrarse. Si bien no había tenido el tiempo de ir a su oficina para saber si era verdad, ¿tanto tiempo le llevaba codificar unos programas? O lo que fuera que hace, porque Carl nunca entendía de qué iba su profesión de informático.
Pero si tan solo fuese eso lo entendería. El problema era que había más. Kayl, el mejor amigo de Dylan, le había dicho que había un nuevo chico en la oficina que no dejaba de intentar acercarse a su prometido. Y aunque lo había dicho de broma con un «a ver si te quitan el novio», lo cierto era que en esos momentos todo se le antojaba como pruebas irrefutables.
Y Dylan, que nunca había sido receloso con su intimidad —de hecho, Carl siempre era quien debía recordarle su número PIN—, había cambiado de contraseña. Si bien a Carl no le había molestado en su momento, sí le extrañó. También se había dado cuenta de que apagaba el móvil cada vez que se acercaba, y que evitaba responder cuando Carl le preguntaba qué hacía.
La confianza de Carl siempre había sido ciega, y por tanto nunca le daba más vueltas. Nunca se habían tenido secretos, y no veía razones para empezar a tenerlos. Pero esas pequeñas cosas se le juntaban inconscientemente hasta que al final una última pieza estalló.
Ese día, Dylan no había ido a dormir a su casa.
Y Dylan podía ser muchas cosas, pero siempre llegaba a casa. Aunque fuera a las cuatro de la mañana hasta arriba de alcohol, siempre estaba cuando Carl se despertaba. Y le regañaba, por supuesto, pero le ayudaba a pasar la resaca. Nunca había faltado a dormir, y que lo hiciera por primera vez en ocho años que llevaban viviendo juntos había hecho saltar todas sus alarmas.
Eran las once y cuarenta y cuatro de la mañana del domingo y aún no aparecía. Carl le había llamado cuarenta mil veces, pero tenía el teléfono apagado y tan solo le llegaban los sms de que seguía sin estar disponible. Dylan le había dicho que tenía una reunión con sus compañeros de trabajo por la jubilación de uno, y Carl, que tenía que entregar un logotipo el lunes, había rechazado su invitación a unirse.
Ahora, se arrepentía. De haber ido, quizá en ese momento estuviese feliz con él a su lado. Muriéndose por la resaca y tener que trabajar, pero feliz.
Y lo peor era que, cuando había llamado preocupado a Kayl, este le había dicho que Dylan se había ido temprano con la excusa de que estaba cansado y el chico nuevo de la oficina se había ofrecido a llevarle porque Kayl —quien le había llevado en su coche— se iba a quedar más.
—A lo mejor le ha pasado algo —dijo con preocupación Kayl.
—No responde el teléfono, pero si sabes algo...
—Voy a ver si consigo el teléfono de este chico y te llamo, ¿vale? Y no te preocupes, aparecerá.
—Gracias, Kayl.
Sin embargo, media hora después le dijo que había ido a casa del chico en cuestión y que su coche estaba ahí, pero él no respondía el teléfono ni estaba en casa. Una vez aliviada la preocupación de que hubiese tenido un accidente, a Carl le entró el dolor de saber la única razón por la cual Dylan no había regresado a casa.
Estaba más que claro, para su desgracia. Miró el anillo de compromiso que brillaba en su mano derecha y lo arrojó contra el piso, soltando la fotografía en el proceso y rompiéndose en mil pedazos. Justo como sus sueños.
Las lágrimas empezaron a caer de sus ojos, no sabía si por rabia o por tristeza, o una mezcla de las dos cosas. Tan solo se podían escuchar sus sollozos en medio del silencio de su apartamento, y no supo cuánto tiempo pasó así hasta que escuchó la puerta abrirse.
El corazón se le detuvo por un instante al saber que era él. Era Dylan. Eran sus llaves, sus pasos, era él.
—¿Carl? ¿Estás aquí? ¿Carl?
Cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se clavaron en sus palmas. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo? Estar tan tranquilo, después de... No quería ni pensarlo.
En cuanto Dylan llegó al salón, encontró el desastre que había hecho y se sorprendió. Todavía tenía el descaro de sorprenderse.
—¿Qué ha pasado, Carl? ¿Qué es todo esto?
Dejó una caja que llevaba entre manos sobre la mesa, y le miró sin comprender lo que sucedía. Eso fue suficiente para Carl.
—¿¡Cómo te atreves?! —Carl le cogió el cuello de la camisa, sin querer saber dónde se había ensuciado tanto de tierra—. ¡Te odio, idiota!
—Eh, eh, siento llegar tan tarde pero...
—¡Pero nada! ¡Coge tus cosas y te largas! ¿Me oyes? ¡Te vas!
—¡Espera, Carl, escucha...!
Pero Carl no quería escuchar. Empezó a zarandearle y acabó tirándole al piso con él encima. Las lágrimas seguían cayendo, y la expresión desconcertada de Dylan no le ayudaba.
—Escucha, tranquilízate y déjame explicarte...
—¡Que no te quiero es...!
De repente, Dylan hizo que perdiera el equilibrio golpeándole un brazo y le besó. Carl se resistió, pero su prometido aprovechó para cambiar posiciones y arrinconarle entre él y el suelo.
—Ahora me vas a escuchar o aquí nos quedamos todo el día.
—Nada de lo que me digas va a hacer que te perdone, maldito infiel miserable.
—¿De qué estás hablando?
—Ya sé que te líaste ayer con el chico este de tu oficina, no hace falta que intentes inventarte excusas.
—¿Qué? ¿Quién te ha dicho eso?
—Lo sé y punto.
—Pues no, no lo sabes, porque si supieras lo que pasó estarías besándome y no queriendo echarme de casa.
De repente, un maullido sonó, y Carl miró a todos lados. Encontró en la mesa una pequeña gata de color blanco perla, y se extrañó. Ellos no tenían gatos.
—Esa es mi razón por la cual no he vuelto hasta ahora. Si quieres llamarme infiel por ella, adelante. Pero te recuerdo que no soy hetero.
—¿Te crees que me voy a tragar que has pasado toda la noche fuera por una gata? No he nacido ayer, Dylan.
—Si me escucharas, te enterarías —suspiró—. Verás, ayer quería volver pronto para darte una sorpresa y porque me aburría como una ostra ahí, y Gary, el chico nuevo, se ofreció a llevarme porque esa cabaña estaba a tomar por saco...
—Hasta ahí he llegado, pasa ahora a la parte donde no llegas a casa en toda la noche.
—Que sí, escucha. Mientras estábamos en el coche, yo le estaba explicando una cosa de programación y... Bueno, digamos que me malinterpretó y se lanzó hacia mí —Carl arqueó una ceja—. ¡Pero te juro que no hice nada! De hecho, le rechacé y pues... se enfadó un poco bastante. Intenté explicarle que estoy prometido, aunque eso ya lo sabía, pero no le importó y me dejó en la vía perdida de la mano de Dios a las once de la noche.
—¿Te sacó de su coche porque no quisiste estar con él? Ya, claro.
—¡Es la verdad! ¿Tú has visto cómo voy? Estoy perdido de tierra. Encendí la linterna del móvil y pensé en llamarte lo primero, pero en ese sitio no había cobertura. ¡No había nada! Así que empecé a caminar por donde se había ido el coche a ver si encontraba otro.
—¿Y me estás diciendo que en toda la noche no pasó un solo coche? Venga.
—Pasaron, otra cosa era que no acelerasen al verme. Esa cosa estaba muy oscura, hasta yo hubiera pensado que era un fantasma. Cuando llevaba mucho caminando, vi un coche parado y me acerqué pensando que me había visto y quería ayudarme, pero resulta que era para abandonar a esa gata.
—Y la recogiste.
—Exacto. Pero el móvil se quedó sin batería así que no pude seguir caminando y entonces cogí a la gata y me quedé dormido debajo de un árbol. Cuando me desperté era por la mañana y justo uno de mis compañeros regresaba de esa cabaña, así que me trajo. Cuando me recogió eran ya las diez y media.
—Entiendo...
—Por favor, tienes que creerme. Lo he pasado fatal, tienes que decirme que me crees.
Carl miró los ojos de Dylan, y suspiró. Sabía que su novio no le mentía mientras le miraba así, y además de haber mentido se podría haber inventado algo más creíble que semejante aventura. Por ejemplo, que se había quedado dormido ahí y el móvil no tenía batería. Aunque le hubiese descubierto porque él ya había llamado a Kayl, igualmente era más realista.
—Te creo —sonrió, quitándole una mancha de tierra de la mejilla —Dylan le abrazó—. Pero la próxima vez, no te perdonaré que me preocupes así. Y menos que pases la noche con una gata tan mona, infiel.
Dylan rio y la gata maulló, como si lo hubiese entendido.
Entonces Carl sonrió.
Tenía el mejor novio de todos.
Holaa. Llego con el relato de julio sobre la campana. Es el reto 14 con los objetos 13 (sms) y 12 (mascota).
A ver si logro el resto~
viernes, 31 de mayo de 2019
#Origireto2019: Mayo #2
Fantasma
La niña terminó de ver su programa habitual de Magical Origidivas y, satisfecha con el resultado del capítulo en el que Katty y Stiby acababan con el villano y en cuanto apareció un anuncio con el Titanic en él, se levantó.
El suelo crujió. La niña se dirigió alegremente a la puerta de entrada, donde habían un par de niños de pie.
—¡Hola! ¿Queréis ver la tele?
Los niños gritaron:
—¡Un fantasma!
Salieron corriendo, y la niña miró sus blancas y casi transparentes manos. Luego, se encogió de hombros y suspiró.
Chicos. Ellos se lo perdían.
Microrrelato enlazado al de Katty y Stiby.
Reto número 04: relato en una casa encantada.
Objeto número 27: Titanic
La niña terminó de ver su programa habitual de Magical Origidivas y, satisfecha con el resultado del capítulo en el que Katty y Stiby acababan con el villano y en cuanto apareció un anuncio con el Titanic en él, se levantó.
El suelo crujió. La niña se dirigió alegremente a la puerta de entrada, donde habían un par de niños de pie.
—¡Hola! ¿Queréis ver la tele?
Los niños gritaron:
—¡Un fantasma!
Salieron corriendo, y la niña miró sus blancas y casi transparentes manos. Luego, se encogió de hombros y suspiró.
Chicos. Ellos se lo perdían.
Microrrelato enlazado al de Katty y Stiby.
Reto número 04: relato en una casa encantada.
Objeto número 27: Titanic
#Origireto2019: Mayo #1
Ópalo
Ese ópalo era un ópalo azul, pero no uno cualquiera. Según con qué luz se mirara, los tonos iban cambiando gradualmente. Podía ser el azul más brillante o el más oscuro, como si fuese alternando según el humor de su dueño. Algunos afirmaban que así era.
Daniel siempre lo llevaba colgando encima del pecho, reluciente sobre su habitual camisa blanca. Sin embargo, cuando sus amigos le preguntaban acerca de dónde lo había obtenido, siempre les retaba a adivinarlo. Nunca lo hacían, aunque tampoco tenían manera de saber si habían acertado, y pronto el tema se acababa cambiando.
Porque Daniel era bueno a la hora de cambiar de tema cuando no quería hablar de algo. Tiraba los hilos para, sutilmente, hacer que la conversación se desviase hacia la dirección que él deseaba. Cuando lo hacía, inconscientemente se inclinaba ligeramente hacia delante, haciendo que el ópalo se hiciese un ligero movimiento pendular y cambiase el azul a uno más oscuro.
Aunque era difícil saber qué sentía Daniel en cada momento —en cualquier situación siempre tenía una sonrisa que ofrecer y nadie sabría decir si fingía o si estaba siendo sincero—, si uno se fijaba bien, se podía apreciar que, cada vez que se ponía nervioso, jugueteaba con el ópalo entre los dedos de su mano derecha, la cual siempre llevaba vendada hasta el codo por alguna razón que, como siempre, era desconocida para el resto del mundo. Si se miraba detenidamente, cuando se asustaba, encerraba la joya en su mano en un acto reflejo o la apretaba contra su pecho.
Cuando Daniel pensaba, su mano izquierda iba a su barbilla, y la sombra se reflejaba en el ópalo, que se oscurecía y pasaba de un azul celeste a uno de color más grisáceo. Cuando estaba especialmente alegre, el ópalo se movía ligeramente de derecha a izquierda, el tono de la joya volviéndose azul celeste, casi comparándose al cielo.
Cuando estaba triste o melancólico, normalmente lo dejaba salir de noche, en la soledad de su habitación. No le gustaba que nadie viese su estado de ánimo, menos ese, en el que se sentía más vulnerable, y entonces el tono cambiaba a un azul marino, seguramente por la falta de luz en la que siempre se encontraba cuando la tristeza le asaltaba.
Antiguamente, allá por el siglo XIX, se decía que el ópalo era una joya maldita. Que, si se le echaba agua bendita encima, se desintegraba y causaría la muerte de su portador. Daniel se preguntaba si sería verdad o, simplemente, era una de las tantas paranoias que sus amigos se sacaban de la manga para burlarse de él y su aparente obsesión por ese objeto.
Aunque tal vez tuviesen razón y fuese una joya maldita. De manera irónica, el mismo ópalo que siempre llevaba era la razón de su pesar. Esa joya que no se despegaba nunca de su cuerpo contenía todos sus recuerdos desde que la poseía, incluida la persona que se lo había obsequiado en uno de sus cumpleaños, y cada vez que la miraba se acordaba de él.
Todas las noches se preguntaba si no sería mejor encerrarla en un cajón, o echarle ese agua bendita para ver si tanto él como la joya se desintegraban. Quizá así acabaría con el pasado y el dolor. Pero en cuanto se desabrochaba la cadena de plata y el ópalo reposaba en la palma de su mano, esos mismos recuerdos encerrados en tonos de azul le impedían deshacerse de él.
Todas las noches, aquellos azules le recordaban a unos ojos del mismo color, los mismos que nunca volvería a ver. Era entonces cuando la nostalgia atacaba, y le parecía ver en aquella joya las emociones que siempre reflejaban esos ojos que tanto quiso y que, pese a los años de mentirse a sí mismo, seguía queriendo.
Le seguía queriendo, pero ya no lo podía tener a su lado. Había perdido ese derecho hacía mucho, demasiado tiempo. Tanto, que se odiaba a sí mismo por seguir extrañando algo que jamás regresaría, por mucho que lo pidiese a las estrellas fugaces o a un Dios cuya existencia dudaba. Era como aferrarse al aire mientras se caía al vacío, un esperanza vana en la desesperación.
Cuando el dolor por los recuerdos se hacía insoportable, encerraba el ópalo en su mano y la alzaba en aire con fiereza, con el latido de su corazón aumentando radicalmente, como si pretendiese estrellarlo contra el suelo y romper en mil pedazos todo lo que contenía en su interior, todo lo que significaba para él. Pretendía porque, al final, siempre acababa bajando el puño y abriendo sus dedos, con la joya intacta en su palma.
Con la luna como la única iluminación, el ópalo parecía adquirir un brillo especial que se burlaba de él, como si le recordase que era muy débil para deshacerse de todo, que era un cobarde que no podía dejar ir el pasado y que no era tan feliz como quería hacer creer al resto del mundo y a sí mismo. Como si de verdad estuviese maldito, y hubiese un espíritu maligno encerrado en él que deseaba verle sufrir día tras día, y que se reía de él cuando bebía ron, botella tras botella, en un intento de olvidar.
Y aunque se llenaba de rabia porque sabía que todo eso era verdad, y que no era el ópalo el que se lo susurraba, como todas las noches volvía a abrochar la cadena de plata a su cuello, y la joya volvía a descansar sobre su pecho, cerca de su corazón.
Y como todas las noches, volvía a acostarse en el lado izquierdo de su cama, como si el derecho estuviese reservado a alguien que, bien sabía, nunca llegaría, y el ópalo se movería hacia el colchón, hacia ese mismo lado derecho, como si ocupase el lugar de un cuerpo de cabellos rojos y mirada celeste que solo en los sueños de Daniel volvía a aparecer.
Y cuando Daniel caía dormido, entre sueños agarraba el ópalo entre sus dedos y se aferraba a él como un náufrago se aferraba a su tabla de madera en plena tormenta. Con esperanza, como si todo fuera un videojuego en el que él podía llegar a controlar la partida.
Se mentía. Como siempre.
Hola! Llego con el reto 19: Básate en una noticia real para escribir un relato. La noticia es:
Curiosamente, hubo una época en que se le consideraba "maldita", ya que en el siglo XIX, el escritor escocés sir Walter Scott escribió en su novela Ana de Geierstein una terrible superstición sobre el ópalo. La mujer llevaba consigo un broche con un ópalo que cambiaba de tono según su ánimo y el cual, al caerle agua bendita, se desintegró y causó la muerte de su dueña.
Y el link: https://www.univision.com/horoscopos/opalo-de-piedra-maldita-a-magica-y-poderosa-fotos
Objetos: número 19: un videojuego y número 28: una botella de ron
Se mentía. Como siempre.
Hola! Llego con el reto 19: Básate en una noticia real para escribir un relato. La noticia es:
Curiosamente, hubo una época en que se le consideraba "maldita", ya que en el siglo XIX, el escritor escocés sir Walter Scott escribió en su novela Ana de Geierstein una terrible superstición sobre el ópalo. La mujer llevaba consigo un broche con un ópalo que cambiaba de tono según su ánimo y el cual, al caerle agua bendita, se desintegró y causó la muerte de su dueña.
Y el link: https://www.univision.com/horoscopos/opalo-de-piedra-maldita-a-magica-y-poderosa-fotos
Objetos: número 19: un videojuego y número 28: una botella de ron
martes, 30 de abril de 2019
#Origireto2019: Abril #1
Ángela
Ángela no era normal. No lo era, y nunca lo había sido.
Cuando empezó la escuela, los niños miraban su espalda, al principio maravillados, luego asqueados. Los profesores le sonreían, pero siempre procuraban que se sentase al fondo de la clase.
En los recreos se mantenía en el suelo, puesto que no podía volar como los demás. Usaba papeles para dibujar y pintarse a sí misma con las alas que nunca tendría, unas tan grandes como las de su madre, con sus bonitas plumas blancas. Pronto dejó de salir de su clase, esperando mientras dibujaba a que sus compañeros volviesen.
Como tampoco podía hacer educación física, porque no podía volar, se quedaba otra vez en clase. Bien repasando lo que le habían dado en clase para no quedarse atrás, bien dibujándose a sí misma con las alas de su madre.
Cuando su madre venía a recogerla, cogiéndola en brazos o caminando con ella de la mano, se sentía bien porque ella nunca le recriminaba que no tuviese alas, no le miraba la espalda esperando verlas, no tenía odio o rechazo en su mirada marrón. Paseaba con ella, en el suelo, a su lado y le felicitaba cuando aprendía a hacer nuevas cosas con sus manos y piernas.
A
era un mundo en el que sin alas no se podía vivir, pero tampoco se podía depender de ellas en todo momento. Su «suelo» era más bien una masa de nube solidificada, de la cual si se caía alguien nunca más se le volvía a ver. Siendo que no tenía alas, no había manera de que se moviera a libertad sin ayuda, por muchas volteretas y saltos que pudiese hacer.
Sin embargo, al principio, la pequeña Ángela nunca le dio importancia a su falta de alas, ni pensaba mucho en ello. Aunque todos las tuvieran, ella no las necesitaba. Tampoco quería un padre como el que tenían los demás, ni nada parecido a ello. Tenía a su madre, y era lo que en verdad sí necesitaba.
Sin embargo, esto fue cambiando mediante fue creciendo. Su cuerpo fue cambiando, tenía más curvas, más altura, se veía más guapa, pero seguía sin tener alas. Empezó a mirarse cada día la espada en el espejo, esperando que, por arte de magia, estas apareciesen.
Pero cumplía catorce, quince, dieciséis... y siempre era lo mismo. Siempre diferente, marginada, anormal. Nadie querría ser su amigo, por favor, ¿quién quisiera serlo?
Le había llorado, suplicado, rogado a su madre que le comprase unas alas. Quería volar, quería ser como los demás, no quería que la mirasen como el bicho raro que siempre había sido. ¿Era tanto pedir? ¡Solo quería ser igual que los demás, tener lo que los demás tenían! ¿Por qué la vida le odiaba?
Pero su madre nunca escuchaba, nunca lo hacía. Siempre le acariciaba la cabeza, deslizaba una mano sobre su mejilla, sonreía y decía que no necesitaba ser como los demás, que era bella y única como era. Que ella la había hecho así, y así debía seguir, porque era la naturaleza.
Sin embargo, Ángela no quería ser especial, y pronto sus ruegos fueron convirtiéndose en insultos, gritos, reclamaciones. Echaba la culpa a su madre de haberla dejado nacer así, de haber consentido que eso siguiese de esa manera y no le hubiese sometido a algún tipo de operación para sacar sus alas aunque fuera a la fuerza.
Aunque sabía que ella no tenía la culpa, no podía evitar que fuese el objetivo de toda su rabia, aunque sí tenía parte de culpa por no comprarle lo que más deseaba, aún cuando tenía la posibilidad de hacerlo.
Para cuando Ángela cumplió dieciocho, decidió que eso no podía seguir así. No podía trabajar porque no tenía alas, no la admitirían en la universidad si no tenía alas, y su madre no iba a estar ahí toda su vida para ayudarla.
Por eso tenía todo planeado. Solo tenía que entrar en silencio a la habitación de su madre, coger la cajita con los ahorros y comprar las alas. Unas alas normales, de las que se podía cargar a la espalda igual que su mochila del instituto.
Esas que siempre se paraba a ver en el escaparate de la tienda a dos manzanas de su instituto, mientras su madre le ayudaba a moverse por la ciudad sin el riesgo de caerse.
Así lo hizo, y le salió bien. Consiguió sus nuevas alas, blancas, relucientes, que podía acoplar a su espalda y sacarlas para esconderlas, para que su madre no lo descubriera.
Por una vez, sería normal.
Y ya nada podía salir mal. O eso pensaba antes de que, un día al llegar a su casa, encontrase a su madre destruyendo las alas que de alguna manera había encontrado.
En shock aún, su primera reacción fue evitarlo. Como fuera, de cualquier manera. No podía dejar que ella se deshiciera de lo único que podía otorgarle felicidad.
—¡No! —se interpuso entre el cuchillo y la mujer, que detuvo el golpe a tiempo.
—Aparta, hija —sonrió, pero Ángela negó con la cabeza.
—¡No lo haré! —desobedeció, enfrentándola con su mirada azul celeste anegada en lágrimas.
Entonces, su madre le miró enfadada. Muy enfadada. Sus ojos marrones se volvieron oscuros, casi negros, y su sonrisa se borró. Ángela tembló de miedo cuando la mujer la tomó de la muñeca, aún con el cuchillo, afilado y brillante, en la otra mano, y la metió en su habitación.
Escuchó, incrédula, cómo la llave giraba sobre la cerradura, y aporreó la puerta llamándola, entre sollozos y desesperación.
—No volverás a salir, Ángela —le dijo, sin ápice de emoción en su voz—. El mundo de fuera es cruel, te está influenciando. Te quiere cambiar. No dejaré que nadie te cambie.
—¡No volveré a hacerlo! ¡Por favor! —suplicó, arañando la puerta con sus uñas, sin éxito—. ¡Por favor, mamá! ¡Déjame salir!
Sin embargo, solo escuchó pasos alejarse mientras su madre susurraba algo que no pudo entender, y entonces se derrumbó.
Nunca sería normal.
Reto número 7: crea una historia en un lugar que no sea la Tierra (Anland en este caso)
Objetos: ángel (16) y pluma (28)
Ángela no era normal. No lo era, y nunca lo había sido.
Cuando empezó la escuela, los niños miraban su espalda, al principio maravillados, luego asqueados. Los profesores le sonreían, pero siempre procuraban que se sentase al fondo de la clase.
En los recreos se mantenía en el suelo, puesto que no podía volar como los demás. Usaba papeles para dibujar y pintarse a sí misma con las alas que nunca tendría, unas tan grandes como las de su madre, con sus bonitas plumas blancas. Pronto dejó de salir de su clase, esperando mientras dibujaba a que sus compañeros volviesen.
Como tampoco podía hacer educación física, porque no podía volar, se quedaba otra vez en clase. Bien repasando lo que le habían dado en clase para no quedarse atrás, bien dibujándose a sí misma con las alas de su madre.
Cuando su madre venía a recogerla, cogiéndola en brazos o caminando con ella de la mano, se sentía bien porque ella nunca le recriminaba que no tuviese alas, no le miraba la espalda esperando verlas, no tenía odio o rechazo en su mirada marrón. Paseaba con ella, en el suelo, a su lado y le felicitaba cuando aprendía a hacer nuevas cosas con sus manos y piernas.
A
era un mundo en el que sin alas no se podía vivir, pero tampoco se podía depender de ellas en todo momento. Su «suelo» era más bien una masa de nube solidificada, de la cual si se caía alguien nunca más se le volvía a ver. Siendo que no tenía alas, no había manera de que se moviera a libertad sin ayuda, por muchas volteretas y saltos que pudiese hacer.
Sin embargo, al principio, la pequeña Ángela nunca le dio importancia a su falta de alas, ni pensaba mucho en ello. Aunque todos las tuvieran, ella no las necesitaba. Tampoco quería un padre como el que tenían los demás, ni nada parecido a ello. Tenía a su madre, y era lo que en verdad sí necesitaba.
Sin embargo, esto fue cambiando mediante fue creciendo. Su cuerpo fue cambiando, tenía más curvas, más altura, se veía más guapa, pero seguía sin tener alas. Empezó a mirarse cada día la espada en el espejo, esperando que, por arte de magia, estas apareciesen.
Pero cumplía catorce, quince, dieciséis... y siempre era lo mismo. Siempre diferente, marginada, anormal. Nadie querría ser su amigo, por favor, ¿quién quisiera serlo?
Le había llorado, suplicado, rogado a su madre que le comprase unas alas. Quería volar, quería ser como los demás, no quería que la mirasen como el bicho raro que siempre había sido. ¿Era tanto pedir? ¡Solo quería ser igual que los demás, tener lo que los demás tenían! ¿Por qué la vida le odiaba?
Pero su madre nunca escuchaba, nunca lo hacía. Siempre le acariciaba la cabeza, deslizaba una mano sobre su mejilla, sonreía y decía que no necesitaba ser como los demás, que era bella y única como era. Que ella la había hecho así, y así debía seguir, porque era la naturaleza.
Sin embargo, Ángela no quería ser especial, y pronto sus ruegos fueron convirtiéndose en insultos, gritos, reclamaciones. Echaba la culpa a su madre de haberla dejado nacer así, de haber consentido que eso siguiese de esa manera y no le hubiese sometido a algún tipo de operación para sacar sus alas aunque fuera a la fuerza.
Aunque sabía que ella no tenía la culpa, no podía evitar que fuese el objetivo de toda su rabia, aunque sí tenía parte de culpa por no comprarle lo que más deseaba, aún cuando tenía la posibilidad de hacerlo.
Para cuando Ángela cumplió dieciocho, decidió que eso no podía seguir así. No podía trabajar porque no tenía alas, no la admitirían en la universidad si no tenía alas, y su madre no iba a estar ahí toda su vida para ayudarla.
Por eso tenía todo planeado. Solo tenía que entrar en silencio a la habitación de su madre, coger la cajita con los ahorros y comprar las alas. Unas alas normales, de las que se podía cargar a la espalda igual que su mochila del instituto.
Esas que siempre se paraba a ver en el escaparate de la tienda a dos manzanas de su instituto, mientras su madre le ayudaba a moverse por la ciudad sin el riesgo de caerse.
Así lo hizo, y le salió bien. Consiguió sus nuevas alas, blancas, relucientes, que podía acoplar a su espalda y sacarlas para esconderlas, para que su madre no lo descubriera.
Por una vez, sería normal.
Y ya nada podía salir mal. O eso pensaba antes de que, un día al llegar a su casa, encontrase a su madre destruyendo las alas que de alguna manera había encontrado.
En shock aún, su primera reacción fue evitarlo. Como fuera, de cualquier manera. No podía dejar que ella se deshiciera de lo único que podía otorgarle felicidad.
—¡No! —se interpuso entre el cuchillo y la mujer, que detuvo el golpe a tiempo.
—Aparta, hija —sonrió, pero Ángela negó con la cabeza.
—¡No lo haré! —desobedeció, enfrentándola con su mirada azul celeste anegada en lágrimas.
Entonces, su madre le miró enfadada. Muy enfadada. Sus ojos marrones se volvieron oscuros, casi negros, y su sonrisa se borró. Ángela tembló de miedo cuando la mujer la tomó de la muñeca, aún con el cuchillo, afilado y brillante, en la otra mano, y la metió en su habitación.
Escuchó, incrédula, cómo la llave giraba sobre la cerradura, y aporreó la puerta llamándola, entre sollozos y desesperación.
—No volverás a salir, Ángela —le dijo, sin ápice de emoción en su voz—. El mundo de fuera es cruel, te está influenciando. Te quiere cambiar. No dejaré que nadie te cambie.
—¡No volveré a hacerlo! ¡Por favor! —suplicó, arañando la puerta con sus uñas, sin éxito—. ¡Por favor, mamá! ¡Déjame salir!
Sin embargo, solo escuchó pasos alejarse mientras su madre susurraba algo que no pudo entender, y entonces se derrumbó.
Nunca sería normal.
Reto número 7: crea una historia en un lugar que no sea la Tierra (Anland en este caso)
Objetos: ángel (16) y pluma (28)
#Origireto2019: Abril #2
Historia
—Y ese fue el antecedente del terror.
Sandra apuntó con detalle lo que la profesora iba explicando. Tenía que sacar Historia de la Tierra como fuera, y el suceso de Cecilia y la posterior epidemia sería una pregunta obvia en el examen.
Prefería Historia de Marte, que era su país, pero sus abuelos eran terráqueos y habían visto forzada su migración a Marte por la epidemia que querían evitar a toda costa. Siempre le contaban acerca de cosas de la Tierra, que a ella se le hacía tan distante.
Suspiró. La cultura de la Tierra era necesaria, al principio del curso les habían dado un decálogo donde ponían las normas del instituto y las materias obligatorias, e Historia de la Tierra estaba entre ellas.
Suspiró.
¿Por qué tenía que estudiar cosas inútiles?
—Y ese fue el antecedente del terror.
Sandra apuntó con detalle lo que la profesora iba explicando. Tenía que sacar Historia de la Tierra como fuera, y el suceso de Cecilia y la posterior epidemia sería una pregunta obvia en el examen.
Prefería Historia de Marte, que era su país, pero sus abuelos eran terráqueos y habían visto forzada su migración a Marte por la epidemia que querían evitar a toda costa. Siempre le contaban acerca de cosas de la Tierra, que a ella se le hacía tan distante.
Suspiró. La cultura de la Tierra era necesaria, al principio del curso les habían dado un decálogo donde ponían las normas del instituto y las materias obligatorias, e Historia de la Tierra estaba entre ellas.
Suspiró.
¿Por qué tenía que estudiar cosas inútiles?
Reto número 8: crea un relato post apocalíptico. Enlace con Stiby (Solo un capítulo más). Objeto 33: decálogo.
domingo, 31 de marzo de 2019
#Origireto2019: Marzo #2
Se detuvieron frente a una tumba de un tal Andrés Gutiérrez, cuya "A" estaba escrita en la letra griega "alfa".
—Dijiste que fuese original en nuestra primera cita —se puso una mano detrás de la nuca.
Arqueó las cejas ante aquella definición de "originalidad", y luego, suspiró.
Esa cita iba a ser un desastre.
Hola!
Este sería el reto 20: escribe sobre una cita que acabe en desastre, y está incluido el objeto 7: una letra del alfabeto griego.
Está enlazado con el relato de EstherEvans en su blog.
¡Espero que os haya gustado!
domingo, 17 de marzo de 2019
#Origireto2019: Marzo #1
Oikawa Tooru odiaba perder.
Iwaizumi lo sabía. Desde pequeños, Tooru había sido el peor perdedor que Hajime había conocido.
Mucho antes de que aprendiera lo que era el voleibol, ambos ya jugaban juntos a lo que fuera. Al fútbol, a las cartas, a las carreras... Y en todo lo relativo al deporte, Hajime solía destacar. Siempre había tenido una habilidad deportiva que, quizá, suplía a la académica.
Y eso hacía que Tooru se enfadase mucho, y ya no quisiera jugar. Siempre prometía, cada vez que su mejor amigo le ganaba, que no volvería a jugar con él nunca más y se iba muy enfadado.
Al día siguiente volvía, y le decía que jugasen juntos de nuevo al mismo juego que había perdido el día anterior. Algo hacía Tooru en ese tramo, que milagrosamente mejoraba. Aunque no lo suficiente como para batir a Hajime, pero este ralentizaba el paso para que pudiese llevarle ventaja y le ganase.
A sus cinco años, Hajime había aprendido que, si no quería hacer llorar a su amigo, era mejor dejar que ganase algunas veces. Pero sin que este se diese cuenta. Porque una vez lo notó, y se enfadó aún más que cuando perdía.
Dejó de hablarle.
El pequeño Hajime empezó a preocuparse cuando no le habló al día siguiente. Y cuando el posterior tampoco lo hizo, empezó a pensar que en verdad ya no quería ser su amigo.
En realidad, Hajime no había sido quien quería hacerse amigo del excéntrico Tooru. Y Tooru tampoco es que lo hubiese escogido. Simplemente, el otro siempre había estado ahí, y era Tooru el que se esforzaba para que Hajime estuviera a su lado usando cualquier excusa, por absurda que fuera.
Por tanto, Hajime nunca se vio en la obligación de buscar a Tooru. Él venía, sin que nadie le llamase, y se aferraba a su brazo. Ese día, Hajime fue quien, por primera vez, tuvo que ir a por él.
Le resultó difícil. Porque no estaba acostumbrado a que aquel niño le ignorase tan deliberadamente, y porque pensaba que Tooru había sido injusto al enfadarse tanto por algo que no tenía mayor intención que la de ayudar.
Pero lo hizo.
Al segundo día que Tooru no quiso saber nada de él, Hajime se acercó, le arrastró del brazo y se disculpó. El niño le había mirado sorprendido, como si se hubiese olvidado de por qué no le hablaba, pero entonces le abrazó y también se disculpó con él.
Esa fue la primera vez que Hajime le había buscado. Otra así se repetiría en la secundaria, pero Tooru ya no estaba enfadado con él, sino con el mundo y, en específico, con Ushijima Wakatoshi.
Iwaizumi comprendía que, conociendo como era Oikawa —en aquel año, ya no eran Hajime y Tooru, sino Iwaizumi y Oikawa—, estuviera tan enfadado. Desde pequeños había sido así, y no tenían la madurez de asumir una derrota tan aplastante como había sido la paliza que les había dado Shiratorizawa.
Iwaizumi siempre recordaría esa primera vez de la amarga derrota. Les cayó como un balde de agua fría. Hasta el momento, habían ido perdiendo pocas veces, contra las escuelas de su zona. Habían llegado a clasificar a la eliminatoria y pasado por verdaderos aprietos pero habían salido del paso.
Esa derrota en el último partido de la eliminatoria fue aplastante. Oikawa no consiguió meter un solo saque —aún no podía hacer los saques con salto— y era el mejor servidor del equipo. Se desmoronó en ese momento, y su posición de colocador titular, en primer año, se vio gravemente afectada.
Iwaizumi había estado en el campo también a pesar de su primer año porque, todo dicho, siempre se le dieron bien los deportes. Además era un refuerzo anímico para el prodigio de colocador de primero por su amistad. Había intentado meterle en la cabeza que si fallaba un saque no pasaba nada, pero que tenía que hacer lo que mejor hacía, que era colocar.
Falló todas las fintas que hizo. Las colocaciones eran muy complicadas de rematar, y por tanto perdieron por mucho, pese a que le acabaron sacando del partido y poniendo a uno de tercero.
Nunca sintió la derrota como en ese momento. No por la eliminatoria, a Iwaizumi no le importaba tanto eso como el estado anímico de Oikawa. Estaba destrozado al darse cuenta de que, esa vez, ya no era solo que Iwaizumi ganase las carreras y que tratase de ayudarle.
En ese momento, vio que nadie del otro equipo iba a reducir la velocidad. Sus berrinches no servirían de nada, y pese a lo bueno que era, habría otro mejor esperándole.
Iwaizumi tampoco tenía la suficiente madurez para animarle. No sabía cómo. Ese verano de primer año, Oikawa se encerró en sí mismo y en su casa, sin querer saber nada de nadie. Ni siquiera de su mejor amigo.
Su madre estuvo muy preocupada. Su hermana volvió de Tokyo para verle. Sin embargo, nada resultó. No quiso celebrar ni su cumpleaños.
Un día de agosto, Iwaizumi, cansado de las preocupaciones que Oikawa provocaba a su familia —de las que se enteraba por la amistad entre sus madres—, subió por el árbol que daba a la ventana de su amigo y se coló dentro.
Lo vio en su cama, acostado, con el plato de comida sin tocar en el escritorio. Se giró ante su presencia y lo miró con unos vacíos ojos, más rojos que marrones, y se volvió de nuevo a mirar la pared.
Nunca olvidaría esos ojos tan tristes.
Iwaizumi se enfadó y, con uno de los balones de voleibol que estaba cogiendo polvo en la esquina, le golpeó en la cabeza.
Oikawa se quejó. Levantó enfadado la cabeza y le reclamó. Pero estaba ahí. Oikawa le reclamaba, se quejaba, le llamaba «Iwa-chan» en vez de Iwaizumi porque siempre había sido así, dado a llevar la contraria. Volvió a parecer él, y no solo un chico deprimido.
A partir de entonces empezó a practicar. Mucho. Iwaizumi observaba preocupado por su salud de nuevo, pero no decía nada, porque Oikawa parecía feliz y estaba satisfecho de ver sus mejoras.
Ese segundo año, perdieron. Pero no tan aplastantemente. Hicieron frente a Shiratorizawa y a Ushijima con valentía, y por eso no se derrumbó como en primero.
Sin embargo, en tercero su salud se vio gravemente empeorada por la aparición de un nuevo niño prodigio en el equipo.
Iwaizumi lo sentía, podía ver su miedo, su temor a ser reemplazado. Él mismo había podido sustituir a uno de tercero cuando estaba en primero.
Iwaizumi vio a su amigo de nuevo sumergirse en una espiral de dolor y entrenamiento. No disfrutaba los partidos.
No sonreía. Solo se centraba mantener su puesto y mejorar lo inmejorable. Se mantuvo pasivo, consciente de que Oikawa no saldría de ahí hasta que las manos le ardiesen y mantuviese su posición como titular.
Sin embargo, la pelea que tuvo con el chico de primero fue lo último que necesitó para interponerse. Para hacerle ver que no podía ser tan imbécil. Que no estaba solo, que tenía su equipo y, sobre todo, le tenía a él.
Fue la primera vez en todo aquel año que Oikawa Tooru sonreía con esa arrogancia que le caracterizaba. Aunque perdieron contra Shiratorizawa otra vez, lo llevó mucho mejor.
En preparatoria, se fue calmando. Se reafirmó como el mejor colocador de secundaria, y eso subió mucho su ánimo. Seguía siendo ese niño mal perdedor de siempre, pero sonreía ante lo inevitable. Su rivalidad con Ushijima aumentaba, e Iwaizumi también le apoyó, al ver la insistencia del otro de llevarse a Oikawa a su equipo.
Oikawa nunca iría a Shiratorizawa, antes muerto, pero Iwaizumi temía que se le metiese la idea por alguna razón y se fuese de su lado. Aunque nunca se lo diría a su mejor amigo.
En el tercer año de preparatoria, la sombra del niño prodigio que trató de quitarle su puesto apareció nuevamente. Como rival. Era inevitable, se decía Iwaizumi, que algún día se enfrentasen.
Y aunque Oikawa se burlaba y se reía, la verdad era que tenía miedo. Miedo de perder. Porque siempre había sido mal perdedor, pero él había instruido indirectamente a Kageyama Tobio en la secundaria. Era casi como su alumno, aunque lo negase siempre.
Hubo un partido ganado. Iwaizumi estaba seguro que no le dolió tanto la posterior pérdida contra Shiratorizawa por eso, porque ganaron contra Kageyama.
Sin embargo, cuando perdieron contra él y su equipo en la segunda eliminatoria, Iwaizumi se sorprendió ante su entereza. En realidad, fue el mismo Iwaizumi quien no se podía ni creer que hubiesen perdido por su culpa. Por un solo remate. Había perdido la ocasión perfecta. Él. El as del equipo.
No había tenido la solemnidad de Oikawa.
Aún siempre siendo el más maduro de los dos, se había derrumbado y Oikawa había sido quien lo había animado. Quien le había dado una palmada en la espalda y había seguido adelante, en un gesto de «estoy contigo».
Luego claro que se había derrumbado.
Delante de los de tercero que no volverían a ver, porque la universidad les esperaba con los brazos abiertos. Delante suya, aunque ya no con lágrimas en los ojos, durante el camino a casa.
Le había dicho que no se separarían. Que pese a la distancia, estarían juntos. Pero ni él se lo creía.
No sería lo mismo. No vería esa sonrisa arrogante, su voz desaparecería de su rutina, no volvería a rematar todos los días sus colocaciones.
Oikawa continuaría su vida sin él, y quizá se encontrarían años después, quizá con veinticinco, en un ascensor de oficina y ni siquiera se reconocerían.
Y todos los sentimientos que sentía por ese niño mal perdedor, que había pasado a convertirse en un joven arrogante, determinado, pero con buen corazón, se evaporarían de la misma manera manera en la que habían llegado.
Y nada sería igual. Porque Iwaizumi pasaría a ser un mero espectador, sin poder entrometerse, como aquella vez que Oikawa encontró su primer amor y se decepcionó al enterarse que esa chica era asexual. Como aquella en la que iba tras un muchacho que definitivamente no le haría ningún caso porque ya tenía pareja.
Pasaría a sentir otra vez la frustración de no poder coger y decirle lo que sentía cuando le veía fijarse en todos menos en quien había tenido al maldito lado toda su vida.
Sentiría de nuevo que se adelantaba tanto que se alejaba de su alcance. Y que por mucho que estirase la mano, no podía ni llegar a rozarle.
Y sin embargo, sería tan egoísta pedirle que se quedase a su lado... Tanto, que en cuanto llegaron a su casa y se despidió, no habló.
Hizo el intento, pero se retractó.
Era demasiado egoísta pedirle que no continuara su vida. Así que calló, y se quedó mirando su figura desapareciendo tras la puerta.
En cuanto su puerta se cerró completamente, supo que había desperdiciado la última oportunidad que había tenido y ya no había marcha atrás.
Así que metió los puños en los bolsillos, contuvo las lágrimas, la voz, y empezó a caminar.
Oikawa Tooru odiaba perder.
Iwaizumi Hajime también.
¡Hola! Aquí os dejo el reto número 17: haz un Fanfic. Este es de un anime llamado Haikyuu! (Lo recomiendo) pero no hace falta verlo para entenderlo. He intentado hacer que se entienda sin meter muchas referencias y explicando un poco su historia así que me ha salido unas 1800 pero como el tope es 2019 pues perfecto.
Los objetos son el número 16: persona asexual y el número 28: ascensor.
¡Espero que os haya gustado! ¿Un comentario de opinión ✨👀?
¡Hola! Aquí os dejo el reto número 17: haz un Fanfic. Este es de un anime llamado Haikyuu! (Lo recomiendo) pero no hace falta verlo para entenderlo. He intentado hacer que se entienda sin meter muchas referencias y explicando un poco su historia así que me ha salido unas 1800 pero como el tope es 2019 pues perfecto.
Los objetos son el número 16: persona asexual y el número 28: ascensor.
¡Espero que os haya gustado! ¿Un comentario de opinión ✨👀?
jueves, 28 de febrero de 2019
#Origireto2019: Febrero #2
—¿Y ya está? ¿Me dejas así?
—La leyenda de Torna acaba así. No se conservan más páginas.
—Pues genial. Muchas gracias, autora.
—Venga, nos toca.
—Tú y tu afición por las norias —dice mientras subimos a la cabina con dibujo de bicicleta.
—Admite que soy la mejor novia del mundo al invitar a la chica más guapa al Warner.
—Como digas.
Ambas nos subimos en la noria.
Nunca la hubiese incitado de haber sabido lo que pasaría pocos minutos después.
He aquí mi microrrelato :3. Sería el número 21: historia que suceda en un parque de atracciones. El objeto oculto es 35: la bicicleta. Está relacionado con el relato Lunazul de Katty :3
Son 476 caracteres ;)
¡Nos vemos!
#Origireto2019: Febrero #1
En cuanto salgo de casa, con mi chaqueta de cuero negro oliendo al dichoso suavizante que mi madre se empeñan siempre en usar —y que es tan profundo que no lo soporto—, me pongo mis queridos auriculares Bluetooth azules, y le doy al play.
"It's my life" empieza a sonar, y eso me pone de buen humor, así que empiezo a andar al ritmo de la música con una gran sonrisa.
Durante tres minutos y cuarenta y siete segundos soy feliz mientras camino por la calle. Como hace frío, meto una mano en el bolsillo, pero con la otra muevo el móvil como púa de guitarra y finjo cantar la canción.
«It's my life, it's now or never, I ain't gonna live forever...»
Me detengo en un paso de cebra, golpeando el suelo al ritmo de la música, y cuando se pone en verde, doy el primer paso para cruzar, pero un gilipollas con prisa casi me atropella, así que tengo que detenerme y tragarme todo el humo de su moto.
—¡El semáforo, gilipollas! —le grito, aunque ya está lejos para escucharme.
Ala, ya me he puesto de mal humor. Suspiro mientras sigo cruzando, y para cuando llego a la acera, la canción ha acabado y ha empezado a sonar otra.
«Loving can hurt, loving can hurt sometimes. But it's the only thing that I know... When it...»
Decido que «Photograph», Ed Sheeran y su romanticismo no van a ponerme de buen humor, así que, con con el botón de los auriculares, paso canciones hasta que doy con Imagine Dragons, y dejo que su música me alegre el día de nuevo.
Mientras "Polaroid" suena, paso frente a un kebab. Y es muy mala idea haber cogido ese camino, porque el olor a pollo y cordero asado me da en toda la cara y me provoca un nudo en la garganta por las repentinas ganas que me han dado de un durum mixto, calentito, con sus salsas... Joder, ¿hace cuánto no como uno? ¿Un mes?
«Oh, love is a Polaroid, oh, better in picture, never can fill the void...»
Bien, mejor cambiemos de pensamiento o me moriré de hambre. Acelero un poco el paso para que el olor se vaya, pero entonces el aroma a churros y patatas me da otra bofetada, y mi estómago empieza a rugir.
Venga ya, en serio, el tío ese no tenía otro lugar para poner su puesto, ¿no?
Arrugo la nariz mientras vuelvo a acelerar el paso, ya con 5 Seconds of Summer en mis oídos. Ojalá ir a un concierto de este grupo, de verdad, necesito escuchar "Lie to me" en directo por lo menos una vez en la vida.
«I know that you don't but if I ask you if you love me, hope you lie, lie, lie, lie, lie to me...»
Paso frente a la iglesia, de la cual sale un fuerte olor a incienso. Aunque estoy en la calle, es tan profundo que me hace toser. No sé la manía que tienen con el incienso, joder, que hasta mi madre lo pone en casa desde que... tengo memoria. ¿No existen para eso los ambientadores? En serio, que se actualicen, que para algo sirve la evolución.
Ruedo los ojos y sigo caminando, pasando por delante del estanco del barrio. El único en cinco cuadras, en verdad, y de él sale un señor, que rondará los treinta, encendiendo el cigarro.
«Hope you lie, lie, lie lie, lie to me»
No le daría más importancia, y seguiría silbando tan tranquilamente las notas finales de la, obviamente, mejor canción de este grupo, si no fuera porque el tío se pone delante de mí y el viento me trae todo el humo a la cara.
Qué asco por favor.
Como estamos en la calle, no puedo decirle nada, así que le rebaso y me adelanto, mientras la canción cambia a una de Simple Plan.
Cuando está por la mitad, y me encuentro casi dando saltos por la canción y lo animada que es, entro en la cafetería y, mientras busco un sitio libre, el olor a café es lo primero que entra en mi nariz, mezclado con el del chocolate caliente, que hace que me relama los labios.
«I’ve got a song in my heart and I’m bulletproof. There’s nothing in the world that’s gonna kill this mood»
Me siento y le pido a la camarera un chocolate caliente y un trozo de tarta de queso con mermelada encima, tras vacilar entre esta tarta y una de tres chocolates.
Entonces, un aroma a vainilla parece inundar todo el lugar. Intento identificar el olor, y acabo asociándolo a una elegante mujer que se echa colonia en las muñecas, aunque en mi opinión se ha echado ya demasiada, dado que el olor llega hasta mí estando en el lado opuesto de la sala.
Tengo que esperar a Verónica para ir al club de música, ella es la que trae mi guitarra y aún le va a llevar un rato llegar, según me indica el reloj. Asi que decido sacar el libro que ayer compré en la Casa del Libro, pero mi mano toca algo pastoso, pegajoso.
Cuando la saco del bolso, me encuentro que estoy pegada con una antigua foto mía y de Verónica y que estoy manchada con una especie de plastilina negra que me extraña.
Entonces me la acerco a la nariz, intentando identificar qué es, descubro que huele igual al chocolate que está sobre la mesa.
Claro, ayer compré una chocolatina para mi hermano, la cual nunca se terminó de comer y me hizo guardar.
«No matter what life wants to throw my way... I’ll be singing...»
Suspiro con cierta resignación, pero, en ese momento, un terrible miedo se apodera de mí, y, desesperada, vuelvo a meter las manos en el bolso.
Mi presentimiento se confirma y me dan ganas de llorar mientras la canción se termina.
«I'll be singing in the rain»
Mi precioso libro nuevo está hecho un desastre.
¡Hola! Si habéis llegado hasta aquí es que habéis leído todo el relato, es decir, más de 1000 palabras. ¡Enhorabuena!
Bueno, es el reto 3: un relato en el que la música tenga un gran protagonismo. ¡Y aquí está! Con los objetos ocultos: número 10: Polaroid y número 23: Instrumento musical (guitarra)
¡Espero que os haya gustado!
¿Un comentario ✨👀?
sábado, 5 de enero de 2019
#Origireto2019: Enero #2
Despierto, y la niña me mira.
Está llorando, y cuando le pregunto la razón, empieza a disculparse entre lágrimas.
—No quise hacerte daño —dice— pero, si escapaba contigo, iba a matar a mi papá. Y mi hermana está en la cárcel, no tengo a nadie más.
Estoy atada nuevamente, pero la abrazo. Otro sollozo me alerta, y veo a la mujer que he amenazado antes, atada y golpeada en una esquina, junto a una cosa rota que parece de metal y llena de sangre, seguramente de ella.
martes, 1 de enero de 2019
#Origireto2019: Enero #1
Oscuridad.
Oscuridad es todo cuanto puedo ver.
Mis manos están esposadas, o encadenadas, no estoy demasiado
segura. Lo único que sé es que algo resuena contra las hebras de una cadena
cuando me muevo, y aunque mis piernas están libres, no me sirve de mucho si no
soy capaz de ver un palmo más allá de mi rostro. Solo puedo fiarme de mis otros
sentidos, como mi oído, pero tan solo escucho agua cayendo gota a gota en el
suelo, supongo.
Parece que me encuentro en algún sitio cerrado, un sótano que
tiene moho de unos cuantos años y una tubería rota de la cual debe escaparse
esas gotas de agua que empiezan a desesperarme con su chapoteo.
Está muy mal ventilado, ese olor putrefacto va a matarme si
no lo hace antes quien sea que me haya traído a ese maldito lugar. No hay luz natural,
pero si es un sótano quizá tenga una luz que aún no consigo encender.
Toco con mis atadas manos la pared, que parece estar hecha
de madera y no de cemento como había pensado. Lentamente me levanto del frío
suelo, y me deslizo a la izquierda. Si me tropiezo, haré mucho ruido y
seguramente alguien descubra que estoy despierta y a saber qué me hará.
Al menos, me quiere viva. Eso es algo importante.
Mis manos chocan contra la tubería que emite el sonido. Piso
algo blando, quizá una almohada, y sigo mi camino. Respiro profundamente cuando
pateo algo metálico sobre todo el suelo, haciendo un chirrido terrible, pero
nadie viene. Al poco tiempo, logro encontrar un interruptor de palanca, que
levanto. La luz se hace, y aunque proviene de una bombilla mal puesta en el
techo, debo cerrar los ojos hasta acostumbrarme.
Esto es un sótano o un almacén, a juzgar por las mil cosas
que hay acumuladas de cualquier manera. Miro mis manos, y confirmo que estoy
encadenada y el objeto que chocaba contra las cadenas es un candado bastante
grueso. Intento rebuscar como puedo en el lugar, intentando hallar una llave o
algo que me pueda decir quién me tiene encadenada en este lugar.
No encuentro ninguna llave, ni siquiera algo para forzar la
cerradura. Tan solo objetos que yo misma podría tener en mi casa, y papeles en
blanco. Sin embargo, hay algunos escritos. Parecen… cartas.
Y el remitente está realmente enfadado.
“Idiota, como te atrevas a engañarme de nuevo te las verás
conmigo, gilipollas. Este maldito cheque no sirve, no me vuelvas a intentar
engañar, cabrón, o te juro que te mando para el otro lado a ti y a tu familia.”
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