miércoles, 31 de julio de 2019

#Origireto2019: Julio #2

Botijo

El botijo no era tonto. Él veía todo lo que pasaba. Desde su privilegiada posición en el pasillo central de palacio, él veía que Blancanieves y su esposo no estaban para nada enamorados —entre que una se divertía demasiado y el otro estaba liadísimo con su sirviente...—, él veía que las sirvientas murmuraban y cotilleaban sobre sus patrones y sus conductas, al igual que veía los líos entre ellas, porque todo siempre ocurría en su pasillo. Estaba seguro de que si un tornado pasaba por el reino, pasaría también por su pasillo.

¡Y estaba harto! ¿Por qué demonios tenía que escuchar él las relaciones de los humanos? Daban ganas de echarles un maleficio o algo. ¡Eran tan pesados!


El botijo no podía suspirar, pero de haber podido lo hubiese hecho. En ese palacio nadie tenía consideración por los objetos encantados.

Este microrrelato está conectado al relato de junio de Esther Evans y contiene el reto número 1 con el objeto número 17: un tornado.


domingo, 30 de junio de 2019

#Origireto2019: Julio #1

Infiel

Estaba seguro de que le era infiel. Seguro no, segurísimo.

Sin embargo, no lo quería creer. Carl estaba perdidamente enamorado de Dylan, se conocían desde la infancia y habían pasado toda su adolescencia juntos. Ahora, a pocos meses de la fecha de su boda, el que Dylan le hubiese sido infiel se le antojaba como una puñalada en el pecho.

Si bien no eran la pareja perfecta —Dylan siempre conseguía burlarse de él y luego hacer que le perdonara—, se querían. Habían pasado por mucho hasta llegar hasta ahí, empezando por declararse el uno al otro sin confundir sus sentimientos por una «gran amistad» como sus padres decían. Se habían enfrentado a sus padres, a sus «amigos», a todo el mundo y habían seguido juntos.

Y a pesar de todo... ¿Dylan había sido capaz de engañarlo?
Carl tomó una fotografía de ambos juntos. No era posible. Quizá solo estaba siendo paranoico, muy imaginativo, como Dylan le decía. Sí, vale, se quedaba mucho más tiempo de lo usual en el trabajo pero ¿y qué? El propio Carl se pasaba horas trabajando con el diseño de un logo y el tiempo se le desvanecía. Y Dylan siempre le iba a ver a su trabajo con un café con leche y un beso preparado para él...

No, no era tiempo de recordar cosas bonitas. Tenía que centrarse. Si bien no había tenido el tiempo de ir a su oficina para saber si era verdad, ¿tanto tiempo le llevaba codificar unos programas? O lo que fuera que hace, porque Carl nunca entendía de qué iba su profesión de informático.
Pero si tan solo fuese eso lo entendería. El problema era que había más. Kayl, el mejor amigo de Dylan, le había dicho que había un nuevo chico en la oficina que no dejaba de intentar acercarse a su prometido. Y aunque lo había dicho de broma con un «a ver si te quitan el novio», lo cierto era que en esos momentos todo se le antojaba como pruebas irrefutables.

Y Dylan, que nunca había sido receloso con su intimidad —de hecho, Carl siempre era quien debía recordarle su número PIN—, había cambiado de contraseña. Si bien a Carl no le había molestado en su momento, sí le extrañó. También se había dado cuenta de que apagaba el móvil cada vez que se acercaba, y que evitaba responder cuando Carl le preguntaba qué hacía.

La confianza de Carl siempre había sido ciega, y por tanto nunca le daba más vueltas. Nunca se habían tenido secretos, y no veía razones para empezar a tenerlos. Pero esas pequeñas cosas se le juntaban inconscientemente hasta que al final una última pieza estalló.

Ese día, Dylan no había ido a dormir a su casa.
Y Dylan podía ser muchas cosas, pero siempre llegaba a casa. Aunque fuera a las cuatro de la mañana hasta arriba de alcohol, siempre estaba cuando Carl se despertaba. Y le regañaba, por supuesto, pero le ayudaba a pasar la resaca. Nunca había faltado a dormir, y que lo hiciera por primera vez en ocho años que llevaban viviendo juntos había hecho saltar todas sus alarmas.

Eran las once y cuarenta y cuatro de la mañana del domingo y aún no aparecía. Carl le había llamado cuarenta mil veces, pero tenía el teléfono apagado y tan solo le llegaban los sms de que seguía sin estar disponible. Dylan le había dicho que tenía una reunión con sus compañeros de trabajo por la jubilación de uno, y Carl, que tenía que entregar un logotipo el lunes, había rechazado su invitación a unirse.
Ahora, se arrepentía. De haber ido, quizá en ese momento estuviese feliz con él a su lado. Muriéndose por la resaca y tener que trabajar, pero feliz.

Y lo peor era que, cuando había llamado preocupado a Kayl, este le había dicho que Dylan se había ido temprano con la excusa de que estaba cansado y el chico nuevo de la oficina se había ofrecido a llevarle porque Kayl —quien le había llevado en su coche— se iba a quedar más.

—A lo mejor le ha pasado algo —dijo con preocupación Kayl.

—No responde el teléfono, pero si sabes algo...

—Voy a ver si consigo el teléfono de este chico y te llamo, ¿vale? Y no te preocupes, aparecerá.

—Gracias, Kayl.

Sin embargo, media hora después le dijo que había ido a casa del chico en cuestión y que su coche estaba ahí, pero él no respondía el teléfono ni estaba en casa. Una vez aliviada la preocupación de que hubiese tenido un accidente, a Carl le entró el dolor de saber la única razón por la cual Dylan no había regresado a casa.

Estaba más que claro, para su desgracia. Miró el anillo de compromiso que brillaba en su mano derecha y lo arrojó contra el piso, soltando la fotografía en el proceso y rompiéndose en mil pedazos. Justo como sus sueños.

Las lágrimas empezaron a caer de sus ojos, no sabía si por rabia o por tristeza, o una mezcla de las dos cosas. Tan solo se podían escuchar sus sollozos en medio del silencio de su apartamento, y no supo cuánto tiempo pasó así hasta que escuchó la puerta abrirse.

El corazón se le detuvo por un instante al saber que era él. Era Dylan. Eran sus llaves, sus pasos, era él.

—¿Carl? ¿Estás aquí? ¿Carl?

Cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se clavaron en sus palmas. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo? Estar tan tranquilo, después de... No quería ni pensarlo.

En cuanto Dylan llegó al salón, encontró el desastre que había hecho y se sorprendió. Todavía tenía el descaro de sorprenderse.

—¿Qué ha pasado, Carl? ¿Qué es todo esto?

Dejó una caja que llevaba entre manos sobre la mesa, y le miró sin comprender lo que sucedía. Eso fue suficiente para Carl.

—¿¡Cómo te atreves?! —Carl le cogió el cuello de la camisa, sin querer saber dónde se había ensuciado tanto de tierra—. ¡Te odio, idiota!

—Eh, eh, siento llegar tan tarde pero...

—¡Pero nada! ¡Coge tus cosas y te largas! ¿Me oyes? ¡Te vas!

—¡Espera, Carl, escucha...!

Pero Carl no quería escuchar. Empezó a zarandearle y acabó tirándole al piso con él encima. Las lágrimas seguían cayendo, y la expresión desconcertada de Dylan no le ayudaba.

—Escucha, tranquilízate y déjame explicarte...

—¡Que no te quiero es...!

De repente, Dylan hizo que perdiera el equilibrio golpeándole un brazo y le besó. Carl se resistió, pero su prometido aprovechó para cambiar posiciones y arrinconarle entre él y el suelo.

—Ahora me vas a escuchar o aquí nos quedamos todo el día.

—Nada de lo que me digas va a hacer que te perdone, maldito infiel miserable.

—¿De qué estás hablando?

—Ya sé que te líaste ayer con el chico este de tu oficina, no hace falta que intentes inventarte excusas.

—¿Qué? ¿Quién te ha dicho eso?

—Lo sé y punto.

—Pues no, no lo sabes, porque si supieras lo que pasó estarías besándome y no queriendo echarme de casa.

De repente, un maullido sonó, y Carl miró a todos lados. Encontró en la mesa una pequeña gata de color blanco perla, y se extrañó. Ellos no tenían gatos.

—Esa es mi razón por la cual no he vuelto hasta ahora. Si quieres llamarme infiel por ella, adelante. Pero te recuerdo que no soy hetero.

—¿Te crees que me voy a tragar que has pasado toda la noche fuera por una gata? No he nacido ayer, Dylan.

—Si me escucharas, te enterarías —suspiró—. Verás, ayer quería volver pronto para darte una sorpresa y porque me aburría como una ostra ahí, y Gary, el chico nuevo, se ofreció a llevarme porque esa cabaña estaba a tomar por saco...

—Hasta ahí he llegado, pasa ahora a la parte donde no llegas a casa en toda la noche.

—Que sí, escucha. Mientras estábamos en el coche, yo le estaba explicando una cosa de programación y... Bueno, digamos que me malinterpretó y se lanzó hacia mí —Carl arqueó una ceja—. ¡Pero te juro que no hice nada! De hecho, le rechacé y pues... se enfadó un poco bastante. Intenté explicarle que estoy prometido, aunque eso ya lo sabía, pero no le importó y me dejó en la vía perdida de la mano de Dios a las once de la noche.

—¿Te sacó de su coche porque no quisiste estar con él? Ya, claro.

—¡Es la verdad! ¿Tú has visto cómo voy? Estoy perdido de tierra. Encendí la linterna del móvil y pensé en llamarte lo primero, pero en ese sitio no había cobertura. ¡No había nada! Así que empecé a caminar por donde se había ido el coche a ver si encontraba otro.

—¿Y me estás diciendo que en toda la noche no pasó un solo coche? Venga.

—Pasaron, otra cosa era que no acelerasen al verme. Esa cosa estaba muy oscura, hasta yo hubiera pensado que era un fantasma. Cuando llevaba mucho caminando, vi un coche parado y me acerqué pensando que me había visto y quería ayudarme, pero resulta que era para abandonar a esa gata.

—Y la recogiste.

—Exacto. Pero el móvil se quedó sin batería así que no pude seguir caminando y entonces cogí a la gata y me quedé dormido debajo de un árbol. Cuando me desperté era por la mañana y justo uno de mis compañeros regresaba de esa cabaña, así que me trajo. Cuando me recogió eran ya las diez y media.

—Entiendo...

—Por favor, tienes que creerme. Lo he pasado fatal, tienes que decirme que me crees.

Carl miró los ojos de Dylan, y suspiró. Sabía que su novio no le mentía mientras le miraba así, y además de haber mentido se podría haber inventado algo más creíble que semejante aventura. Por ejemplo, que se había quedado dormido ahí y el móvil no tenía batería. Aunque le hubiese descubierto porque él ya había llamado a Kayl, igualmente era más realista.

—Te creo —sonrió, quitándole una mancha de tierra de la mejilla —Dylan le abrazó—. Pero la próxima vez, no te perdonaré que me preocupes así. Y menos que pases la noche con una gata tan mona, infiel.

Dylan rio y la gata maulló, como si lo hubiese entendido.

Entonces Carl sonrió.

Tenía el mejor novio de todos.

Holaa. Llego con el relato de julio sobre la campana. Es el reto 14 con los objetos 13 (sms) y 12 (mascota).

A ver si logro el resto~

viernes, 31 de mayo de 2019

#Origireto2019: Mayo #2

Fantasma 

La niña terminó de ver su programa habitual de Magical Origidivas y, satisfecha con el resultado del capítulo en el que Katty y Stiby acababan con el villano y en cuanto apareció un anuncio con el Titanic en él, se levantó.

El suelo crujió. La niña se dirigió alegremente a la puerta de entrada, donde habían un par de niños de pie.

—¡Hola! ¿Queréis ver la tele?

Los niños gritaron:

—¡Un fantasma!

Salieron corriendo, y la niña miró sus blancas y casi transparentes manos. Luego, se encogió de hombros y suspiró.

Chicos. Ellos se lo perdían.

Microrrelato enlazado al de Katty y Stiby.
Reto número 04: relato en una casa encantada.
Objeto número 27: Titanic

#Origireto2019: Mayo #1

Ópalo

Ese ópalo era un ópalo azul, pero no uno cualquiera. Según con qué luz se mirara, los tonos iban cambiando gradualmente. Podía ser el azul más brillante o el más oscuro, como si fuese alternando según el humor de su dueño. Algunos afirmaban que así era.

Daniel siempre lo llevaba colgando encima del pecho, reluciente sobre su habitual camisa blanca. Sin embargo, cuando sus amigos le preguntaban acerca de dónde lo había obtenido, siempre les retaba a adivinarlo. Nunca lo hacían, aunque tampoco tenían manera de saber si habían acertado, y pronto el tema se acababa cambiando.

Porque Daniel era bueno a la hora de cambiar de tema cuando no quería hablar de algo. Tiraba los hilos para, sutilmente, hacer que la conversación se desviase hacia la dirección que él deseaba. Cuando lo hacía, inconscientemente se inclinaba ligeramente hacia delante, haciendo que el ópalo se hiciese un ligero movimiento pendular y cambiase el azul a uno más oscuro.

Aunque era difícil saber qué sentía Daniel en cada momento —en cualquier situación siempre tenía una sonrisa que ofrecer y nadie sabría decir si fingía o si estaba siendo sincero—, si uno se fijaba bien, se podía apreciar que, cada vez que se ponía nervioso, jugueteaba con el ópalo entre los dedos de su mano derecha, la cual siempre llevaba vendada hasta el codo por alguna razón que, como siempre, era desconocida para el resto del mundo. Si se miraba detenidamente, cuando se asustaba, encerraba la joya en su mano en un acto reflejo o la apretaba contra su pecho.

Cuando Daniel pensaba, su mano izquierda iba a su barbilla, y la sombra se reflejaba en el ópalo, que se oscurecía y pasaba de un azul celeste a uno de color más grisáceo. Cuando estaba especialmente alegre, el ópalo se movía ligeramente de derecha a izquierda, el tono de la joya volviéndose azul celeste, casi comparándose al cielo.

Cuando estaba triste o melancólico, normalmente lo dejaba salir de noche, en la soledad de su habitación. No le gustaba que nadie viese su estado de ánimo, menos ese, en el que se sentía más vulnerable, y entonces el tono cambiaba a un azul marino, seguramente por la falta de luz en la que siempre se encontraba cuando la tristeza le asaltaba.

Antiguamente, allá por el siglo XIX, se decía que el ópalo era una joya maldita. Que, si se le echaba agua bendita encima, se desintegraba y causaría la muerte de su portador. Daniel se preguntaba si sería verdad o, simplemente, era una de las tantas paranoias que sus amigos se sacaban de la manga para burlarse de él y su aparente obsesión por ese objeto.

Aunque tal vez tuviesen razón y fuese una joya maldita. De manera irónica, el mismo ópalo que siempre llevaba era la razón de su pesar. Esa joya que no se despegaba nunca de su cuerpo contenía todos sus recuerdos desde que la poseía, incluida la persona que se lo había obsequiado en uno de sus cumpleaños, y cada vez que la miraba se acordaba de él.

Todas las noches se preguntaba si no sería mejor encerrarla en un cajón, o echarle ese agua bendita para ver si tanto él como la joya se desintegraban. Quizá así acabaría con el pasado y el dolor. Pero en cuanto se desabrochaba la cadena de plata y el ópalo reposaba en la palma de su mano, esos mismos recuerdos encerrados en tonos de azul le impedían deshacerse de él.

Todas las noches, aquellos azules le recordaban a unos ojos del mismo color, los mismos que nunca volvería a ver. Era entonces cuando la nostalgia atacaba, y le parecía ver en aquella joya las emociones que siempre reflejaban esos ojos que tanto quiso y que, pese a los años de mentirse a sí mismo, seguía queriendo.

Le seguía queriendo, pero ya no lo podía tener a su lado. Había perdido ese derecho hacía mucho, demasiado tiempo. Tanto, que se odiaba a sí mismo por seguir extrañando algo que jamás regresaría, por mucho que lo pidiese a las estrellas fugaces o a un Dios cuya existencia dudaba. Era como aferrarse al aire mientras se caía al vacío, un esperanza vana en la desesperación.

Cuando el dolor por los recuerdos se hacía insoportable, encerraba el ópalo en su mano y la alzaba en aire con fiereza, con el latido de su corazón aumentando radicalmente, como si pretendiese estrellarlo contra el suelo y romper en mil pedazos todo lo que contenía en su interior, todo lo que significaba para él. Pretendía porque, al final, siempre acababa bajando el puño y abriendo sus dedos, con la joya intacta en su palma.

Con la luna como la única iluminación, el ópalo parecía adquirir un brillo especial que se burlaba de él, como si le recordase que era muy débil para deshacerse de todo, que era un cobarde que no podía dejar ir el pasado y que no era tan feliz como quería hacer creer al resto del mundo y a sí mismo. Como si de verdad estuviese maldito, y hubiese un espíritu maligno encerrado en él que deseaba verle sufrir día tras día, y que se reía de él cuando bebía ron, botella tras botella, en un intento de olvidar.

Y aunque se llenaba de rabia porque sabía que todo eso era verdad, y que no era el ópalo el que se lo susurraba, como todas las noches volvía a abrochar la cadena de plata a su cuello, y la joya volvía a descansar sobre su pecho, cerca de su corazón.

Y como todas las noches, volvía a acostarse en el lado izquierdo de su cama, como si el derecho estuviese reservado a alguien que, bien sabía, nunca llegaría, y el ópalo se movería hacia el colchón, hacia ese mismo lado derecho, como si ocupase el lugar de un cuerpo de cabellos rojos y mirada celeste que solo en los sueños de Daniel volvía a aparecer.

Y cuando Daniel caía dormido, entre sueños agarraba el ópalo entre sus dedos y se aferraba a él como un náufrago se aferraba a su tabla de madera en plena tormenta. Con esperanza, como si todo fuera un videojuego en el que él podía llegar a controlar la partida.

Se mentía. Como siempre.

Hola! Llego con el reto 19: Básate en una noticia real para escribir un relato. La noticia es:

Curiosamente, hubo una época en que se le consideraba "maldita", ya que en el siglo XIX, el escritor escocés sir Walter Scott escribió en su novela Ana de Geierstein una terrible superstición sobre el ópalo. La mujer llevaba consigo un broche con un ópalo que cambiaba de tono según su ánimo y el cual, al caerle agua bendita, se desintegró y causó la muerte de su dueña.

Y el link: https://www.univision.com/horoscopos/opalo-de-piedra-maldita-a-magica-y-poderosa-fotos

Objetos: número 19: un videojuego y número 28: una botella de ron

martes, 30 de abril de 2019

#Origireto2019: Abril #1

Ángela

Ángela no era normal. No lo era, y nunca lo había sido.

Cuando empezó la escuela, los niños miraban su espalda, al principio maravillados, luego asqueados. Los profesores le sonreían, pero siempre procuraban que se sentase al fondo de la clase.

En los recreos se mantenía en el suelo, puesto que no podía volar como los demás. Usaba papeles para dibujar y pintarse a sí misma con las alas que nunca tendría, unas tan grandes como las de su madre, con sus bonitas plumas blancas. Pronto dejó de salir de su clase, esperando mientras dibujaba a que sus compañeros volviesen.

Como tampoco podía hacer educación física, porque no podía volar, se quedaba otra vez en clase. Bien repasando lo que le habían dado en clase para no quedarse atrás, bien dibujándose a sí misma con las alas de su madre.

Cuando su madre venía a recogerla, cogiéndola en brazos o caminando con ella de la mano, se sentía bien porque ella nunca le recriminaba que no tuviese alas, no le miraba la espalda esperando verlas, no tenía odio o rechazo en su mirada marrón. Paseaba con ella, en el suelo, a su lado y le felicitaba cuando aprendía a hacer nuevas cosas con sus manos y piernas.
A
era un mundo en el que sin alas no se podía vivir, pero tampoco se podía depender de ellas en todo momento. Su «suelo» era más bien una masa de nube solidificada, de la cual si se caía alguien nunca más se le volvía a ver. Siendo que no tenía alas, no había manera de que se moviera a libertad sin ayuda, por muchas volteretas y saltos que pudiese hacer.

Sin embargo, al principio, la pequeña Ángela nunca le dio importancia a su falta de alas, ni pensaba mucho en ello. Aunque todos las tuvieran, ella no las necesitaba. Tampoco quería un padre como el que tenían los demás, ni nada parecido a ello. Tenía a su madre, y era lo que en verdad sí necesitaba.

Sin embargo, esto fue cambiando mediante fue creciendo. Su cuerpo fue cambiando, tenía más curvas, más altura, se veía más guapa, pero seguía sin tener alas. Empezó a mirarse cada día la espada en el espejo, esperando que, por arte de magia, estas apareciesen.

Pero cumplía catorce, quince, dieciséis... y siempre era lo mismo. Siempre diferente, marginada, anormal. Nadie querría ser su amigo, por favor, ¿quién quisiera serlo?
Le había llorado, suplicado, rogado a su madre que le comprase unas alas. Quería volar, quería ser como los demás, no quería que la mirasen como el bicho raro que siempre había sido. ¿Era tanto pedir? ¡Solo quería ser igual que los demás, tener lo que los demás tenían! ¿Por qué la vida le odiaba?

Pero su madre nunca escuchaba, nunca lo hacía. Siempre le acariciaba la cabeza, deslizaba una mano sobre su mejilla, sonreía y decía que no necesitaba ser como los demás, que era bella y única como era. Que ella la había hecho así, y así debía seguir, porque era la naturaleza.

Sin embargo, Ángela no quería ser especial, y pronto sus ruegos fueron convirtiéndose en insultos, gritos, reclamaciones. Echaba la culpa a su madre de haberla dejado nacer así, de haber consentido que eso siguiese de esa manera y no le hubiese sometido a algún tipo de operación para sacar sus alas aunque fuera a la fuerza.

Aunque sabía que ella no tenía la culpa, no podía evitar que fuese el objetivo de toda su rabia, aunque sí tenía parte de culpa por no comprarle lo que más deseaba, aún cuando tenía la posibilidad de hacerlo.

Para cuando Ángela cumplió dieciocho, decidió que eso no podía seguir así. No podía trabajar porque no tenía alas, no la admitirían en la universidad si no tenía alas, y su madre no iba a estar ahí toda su vida para ayudarla.

Por eso tenía todo planeado. Solo tenía que entrar en silencio a la habitación de su madre, coger la cajita con los ahorros y comprar las alas. Unas alas normales, de las que se podía cargar a la espalda igual que su mochila del instituto.

Esas que siempre se paraba a ver en el escaparate de la tienda a dos manzanas de su instituto, mientras su madre le ayudaba a moverse por la ciudad sin el riesgo de caerse.

Así lo hizo, y le salió bien. Consiguió sus nuevas alas, blancas, relucientes, que podía acoplar a su espalda y sacarlas para esconderlas, para que su madre no lo descubriera.

Por una vez, sería normal.

Y ya nada podía salir mal. O eso pensaba antes de que, un día al llegar a su casa, encontrase a su madre destruyendo las alas que de alguna manera había encontrado.
En shock aún, su primera reacción fue evitarlo. Como fuera, de cualquier manera. No podía dejar que ella se deshiciera de lo único que podía otorgarle felicidad.

—¡No! —se interpuso entre el cuchillo y la mujer, que detuvo el golpe a tiempo.

—Aparta, hija —sonrió, pero Ángela negó con la cabeza.

—¡No lo haré! —desobedeció, enfrentándola con su mirada azul celeste anegada en lágrimas.

Entonces, su madre le miró enfadada. Muy enfadada. Sus ojos marrones se volvieron oscuros, casi negros, y su sonrisa se borró. Ángela tembló de miedo cuando la mujer la tomó de la muñeca, aún con el cuchillo, afilado y brillante, en la otra mano, y la metió en su habitación.

Escuchó, incrédula, cómo la llave giraba sobre la cerradura, y aporreó la puerta llamándola, entre sollozos y desesperación.

—No volverás a salir, Ángela —le dijo, sin ápice de emoción en su voz—. El mundo de fuera es cruel, te está influenciando. Te quiere cambiar. No dejaré que nadie te cambie.

—¡No volveré a hacerlo! ¡Por favor! —suplicó, arañando la puerta con sus uñas, sin éxito—. ¡Por favor, mamá! ¡Déjame salir!

Sin embargo, solo escuchó pasos alejarse mientras su madre susurraba algo que no pudo entender, y entonces se derrumbó.

Nunca sería normal.

Reto número 7: crea una historia en un lugar que no sea la Tierra (Anland en este caso)
Objetos: ángel (16) y pluma (28)