martes, 30 de abril de 2019

#Origireto2019: Abril #1

Ángela

Ángela no era normal. No lo era, y nunca lo había sido.

Cuando empezó la escuela, los niños miraban su espalda, al principio maravillados, luego asqueados. Los profesores le sonreían, pero siempre procuraban que se sentase al fondo de la clase.

En los recreos se mantenía en el suelo, puesto que no podía volar como los demás. Usaba papeles para dibujar y pintarse a sí misma con las alas que nunca tendría, unas tan grandes como las de su madre, con sus bonitas plumas blancas. Pronto dejó de salir de su clase, esperando mientras dibujaba a que sus compañeros volviesen.

Como tampoco podía hacer educación física, porque no podía volar, se quedaba otra vez en clase. Bien repasando lo que le habían dado en clase para no quedarse atrás, bien dibujándose a sí misma con las alas de su madre.

Cuando su madre venía a recogerla, cogiéndola en brazos o caminando con ella de la mano, se sentía bien porque ella nunca le recriminaba que no tuviese alas, no le miraba la espalda esperando verlas, no tenía odio o rechazo en su mirada marrón. Paseaba con ella, en el suelo, a su lado y le felicitaba cuando aprendía a hacer nuevas cosas con sus manos y piernas.
A
era un mundo en el que sin alas no se podía vivir, pero tampoco se podía depender de ellas en todo momento. Su «suelo» era más bien una masa de nube solidificada, de la cual si se caía alguien nunca más se le volvía a ver. Siendo que no tenía alas, no había manera de que se moviera a libertad sin ayuda, por muchas volteretas y saltos que pudiese hacer.

Sin embargo, al principio, la pequeña Ángela nunca le dio importancia a su falta de alas, ni pensaba mucho en ello. Aunque todos las tuvieran, ella no las necesitaba. Tampoco quería un padre como el que tenían los demás, ni nada parecido a ello. Tenía a su madre, y era lo que en verdad sí necesitaba.

Sin embargo, esto fue cambiando mediante fue creciendo. Su cuerpo fue cambiando, tenía más curvas, más altura, se veía más guapa, pero seguía sin tener alas. Empezó a mirarse cada día la espada en el espejo, esperando que, por arte de magia, estas apareciesen.

Pero cumplía catorce, quince, dieciséis... y siempre era lo mismo. Siempre diferente, marginada, anormal. Nadie querría ser su amigo, por favor, ¿quién quisiera serlo?
Le había llorado, suplicado, rogado a su madre que le comprase unas alas. Quería volar, quería ser como los demás, no quería que la mirasen como el bicho raro que siempre había sido. ¿Era tanto pedir? ¡Solo quería ser igual que los demás, tener lo que los demás tenían! ¿Por qué la vida le odiaba?

Pero su madre nunca escuchaba, nunca lo hacía. Siempre le acariciaba la cabeza, deslizaba una mano sobre su mejilla, sonreía y decía que no necesitaba ser como los demás, que era bella y única como era. Que ella la había hecho así, y así debía seguir, porque era la naturaleza.

Sin embargo, Ángela no quería ser especial, y pronto sus ruegos fueron convirtiéndose en insultos, gritos, reclamaciones. Echaba la culpa a su madre de haberla dejado nacer así, de haber consentido que eso siguiese de esa manera y no le hubiese sometido a algún tipo de operación para sacar sus alas aunque fuera a la fuerza.

Aunque sabía que ella no tenía la culpa, no podía evitar que fuese el objetivo de toda su rabia, aunque sí tenía parte de culpa por no comprarle lo que más deseaba, aún cuando tenía la posibilidad de hacerlo.

Para cuando Ángela cumplió dieciocho, decidió que eso no podía seguir así. No podía trabajar porque no tenía alas, no la admitirían en la universidad si no tenía alas, y su madre no iba a estar ahí toda su vida para ayudarla.

Por eso tenía todo planeado. Solo tenía que entrar en silencio a la habitación de su madre, coger la cajita con los ahorros y comprar las alas. Unas alas normales, de las que se podía cargar a la espalda igual que su mochila del instituto.

Esas que siempre se paraba a ver en el escaparate de la tienda a dos manzanas de su instituto, mientras su madre le ayudaba a moverse por la ciudad sin el riesgo de caerse.

Así lo hizo, y le salió bien. Consiguió sus nuevas alas, blancas, relucientes, que podía acoplar a su espalda y sacarlas para esconderlas, para que su madre no lo descubriera.

Por una vez, sería normal.

Y ya nada podía salir mal. O eso pensaba antes de que, un día al llegar a su casa, encontrase a su madre destruyendo las alas que de alguna manera había encontrado.
En shock aún, su primera reacción fue evitarlo. Como fuera, de cualquier manera. No podía dejar que ella se deshiciera de lo único que podía otorgarle felicidad.

—¡No! —se interpuso entre el cuchillo y la mujer, que detuvo el golpe a tiempo.

—Aparta, hija —sonrió, pero Ángela negó con la cabeza.

—¡No lo haré! —desobedeció, enfrentándola con su mirada azul celeste anegada en lágrimas.

Entonces, su madre le miró enfadada. Muy enfadada. Sus ojos marrones se volvieron oscuros, casi negros, y su sonrisa se borró. Ángela tembló de miedo cuando la mujer la tomó de la muñeca, aún con el cuchillo, afilado y brillante, en la otra mano, y la metió en su habitación.

Escuchó, incrédula, cómo la llave giraba sobre la cerradura, y aporreó la puerta llamándola, entre sollozos y desesperación.

—No volverás a salir, Ángela —le dijo, sin ápice de emoción en su voz—. El mundo de fuera es cruel, te está influenciando. Te quiere cambiar. No dejaré que nadie te cambie.

—¡No volveré a hacerlo! ¡Por favor! —suplicó, arañando la puerta con sus uñas, sin éxito—. ¡Por favor, mamá! ¡Déjame salir!

Sin embargo, solo escuchó pasos alejarse mientras su madre susurraba algo que no pudo entender, y entonces se derrumbó.

Nunca sería normal.

Reto número 7: crea una historia en un lugar que no sea la Tierra (Anland en este caso)
Objetos: ángel (16) y pluma (28)



#Origireto2019: Abril #2

Historia 

—Y ese fue el antecedente del terror.

Sandra apuntó con detalle lo que la profesora iba explicando. Tenía que sacar Historia de la Tierra como fuera, y el suceso de Cecilia y la posterior epidemia sería una pregunta obvia en el examen.

Prefería Historia de Marte, que era su país, pero sus abuelos eran terráqueos y habían visto forzada su migración a Marte por la epidemia que querían evitar a toda costa. Siempre le contaban acerca de cosas de la Tierra, que a ella se le hacía tan distante.

Suspiró. La cultura de la Tierra era necesaria, al principio del curso les habían dado un decálogo donde ponían las normas del instituto y las materias obligatorias, e Historia de la Tierra estaba entre ellas.

Suspiró.

¿Por qué tenía que estudiar cosas inútiles?

Reto número 8: crea un relato post apocalíptico. Enlace con Stiby (Solo un capítulo más). Objeto 33: decálogo.